jueves, abril 10, 2008
Con la mirada perdida. Televisión y autodestrucción simulada
Acoso moral televisivo, una apuesta por la victimología mediática
Jorge Alberto Hidalgo Toledo[1][2]
Abstract
La decodificación de la realidad por parte del individuo se realiza considerando la información que recibe de los siguientes generadores de contenido: familia, amigos, instituciones, sociedad en general y los medios de comunicación (en su gran mayoría de la televisión). Todos ellos interactúan mediante la emisión de referentes simbólicos que la persona habrá de interpretar, jerarquizar y valorar para darle un sentido a su realidad.
La decodificación de la carga de violencia mediática por parte del individuo tendrá que ver con la manera como suma todas estas variables. Así tenemos que el impacto global de Violencia mediática dependerá no sólo de la televisión, sino de las distintas cargas de violencia simbólica que reciba de su entorno.
La presente investigación pretende indagar bajo un modelo axiológico -semiológico- sistémico cómo se da esta interacción simbólica entre el individuo, los medios y el entorno y la manera como éste construye su realidad y cómo es que llega a establecerse una relación de acoso moral con la televisión.
Este acoso moral que no se percibe como violencia directa sino simbólica puede conseguir la destrucción de una vida, a través de mecanismos perversos y depredadores como la seducción, falta de respeto, insinuaciones, abuso de poder, destrucción de la autoestima, abuso narcisista y sexual, alusiones malintencionadas, mentiras, humillaciones y manipulación que pueden derivar en: insomnio, migraña, dolor de estómago, depresión, agresión a otros, autoagresión como consumo y abuso de alcohol y drogas, anorexia, bulimia, ortorexia o vigorexia y, en el peor de los casos, suicidio.
La afectación de la televisión en la vida de las personas –que pretendemos mostrar- no es directa sino resultado de un complejo círculo de relaciones simbólicas que llevan a los televidentes a corromper sus ejes referenciales y axiológicos hasta creer que su modo de acceder al mundo es auténtico, genuino y personal y no tanto producto de la voluntad externa de los generadores de contenido.
En los últimos años se han dado una serie de casos de “víctimas directas” de la televisión; se han registrado acciones violentas atribuidas a los medios masivos incluso llegando a forzar las afectaciones sin logar demostrar un impacto real y directo de la televisión sobre el espectador. Pese a la extensa documentación que existe, poco se habla del lado oscuro de la comunicación y el fenómeno de expansión de esta forma perversa, cotidiana, dominante y privada de violencia moral.
Quien hoy día es acosado moralmente por la televisión debe ser visto como víctima y en su caso, la mediatización acosadora debe estudiarse con la misma seriedad y profundidad como hoy día se analizan los procesos de victimización a nivel psicológico, moral, cultural y legal.
¿Hasta dónde somos conscientes de nuestra condición de agresores –como productores de contenidos comunicativos- y agredidos –como víctimas de este proceso de destrucción moral? ¿Podemos quedarnos con las manos cerradas cuando la sociedad está siendo afectada con víctimas mediáticas? ¿Estaremos dispuestos a asumir la complicidad de tan desviados comportamientos? En respuesta a estas interrogantes se han propuesto una serie de alternativas entre ellas la fórmula de equidad axiológica que insiste en una triada comunicativa (basada en un enfoque ético y personalista de autorregulación) e integrada por: la responsabilidad creativa, la mediación ética y la educación para la recepción.
Introducción
Hoy día los medios de comunicación han ampliado su función informativa y de divertimento para pasar a ser, por un lado, educadores y formadores de ideas y creencias; y por otro, los principales difusores de tradiciones, costumbres, estilos de vida, pautas de conducta e intercambio de valores. Tal es su influencia que podemos afirmar que los medios de comunicación están configurando junto (o en ausencia) de la familia, las instituciones, el Estado y
En este sentido, comunicar se ha vuelto un hacer empatía simbólica con el espectador para que éste le dé un sentido: a) Referencial (relacionado con la realidad exterior y objetiva), b) Emotivo (centrado en el mundo afectivo); c) Apelativo (vinculado con el deber hacer o lo que se desea que se haga); d) Fáctico (interrelacionado al nivel de contacto); o e) Poético (íntimamente ligado al estadio estético de los significantes y significados empleados para decodificar el mundo) a su vida (Hidalgo, Baran, 2005: 12).
La conciencia, la comprensión y el conocimiento del mundo por parte de la persona depende en gran parte de su grado de predisposición, su exposición, percepción, memorización selectiva y de la potencia efectiva de la televisión.
Nuestro modo de proceder en el ámbito social está guiado y configurado por presiones culturales, mediáticas y familiares; de hecho, los símbolos culturales son aprendidos a través de la interacción y después intervienen en dicha interacción dando significado a las cosas y posteriormente, el mismo significado controla el comportamiento (Hidalgo, Baran, 2005: 636-640). Con ello podemos afirmar que la experiencia de la realidad es una elaboración social continua en la que la comunicación se torna un comportamiento simbólico a varios niveles de intercambio de valores y significados. Dichos significados simbólicos son negociados por los participantes de la cultura y en muchos casos, como es el que nos concierne, terminan siendo tan poderosos como para construir y mantener una realidad uniforme (homogenización de la realidad y estabilización de patrones sociales); imponer modelos de belleza, roles sexuales, religiosos y procesos jurídicos; o para seducir perversamente y generar acoso moral y violencia manifiesta. Enrique Lynch nos dice con relación al proceso de emulación de la visión: “Más que una copia de la realidad, se trata de una construcción” (Lynch, 2000: 50) lo que hace nuestra mente; y ello es el engaño.
La construcción simbólica de la violencia
Mucho se ha estudiado la relación entre las presentaciones de los medios de la violencia y el comportamiento agresivo subsecuente. Entre los motivos están los contenidos agresivos en la televisión y el repunte en la violencia real que ha venido experimentando México en los últimos años.
Según el informe presentado por el INEGI en el área de Estadísticas Judiciales en Materia Penal, en los últimos nueve años se ha dado un incremento de poco más del 15 por ciento en actividades delictivas registradas en los juzgados de primera instancia del fuero común en los que participaron más de 1,262,296 delincuentes (1,127,608 hombres y 134,643 mujeres) (Ver Cuadro 1).
Cuadro 1
Casi al mismo tiempo, la televisión se consolidó como el medio de masas dominante del país. Según reportaba el investigador mexicano Carlos Gómez Palacio en su libro Comunicación y Educación en la era digital, la televisión había alcanzado para 1998, un nivel de penetración del 87 por ciento en áreas rurales y 97 en zonas urbanas siendo considerada por los mexicanos como el medio más creíble. En los hogares mexicanos existían 1.8 televisores en promedio. La clase alta registraban 3 televisores y las clases bajas llegaban a tener 1.3 televisores. El 86 por ciento de los telehogares poseía equipos a color; 80 por ciento hacía uso de equipos con control remoto. El 85 por ciento de los televisores se podían encontrar en la recámara principal, sala y recámara de los niños. Los géneros televisivos de mayor rating eran las películas, las telenovelas, deportivos, magazines, informativos sensacionalistas, cómicos, musicales, noticiarios, programas de concurso y series americanas (Gómez Palacio, 1998: 88-94).
En 2004, Sergio González Rodríguez realizó un estudio similar para el Departamento de Investigación del periódico Reforma en el que encontró que el 80 por ciento de las personas entrevistadas ven dos horas 23 minutos de televisión todos los días, en su mayoría, reality shows, parodias y programas violentos (Hidalgo, Baran: 50-51).
Haciendo una rápida revisión de la oferta televisiva actual podemos encontrar que la violencia mediática cada vez se hace más gráfica, más compleja, más simbólica y más difícil de determinar en cuanto al tipo de impacto directo que tiene en el espectador.
Quizá por ello nos es tan comprometido establecer -como en las décadas anteriores- que cierta violencia en los medios afecta a ciertas personas en cierta forma durante cierto tiempo.
La perspectiva de transmisión de la comunicación (que insistía en un efecto tipo estímulo respuesta) y el paradigma de los efectos limitados se ha quedado corta para esclarecer la relación causal directa entre la violencia televisada y el comportamiento antisocial; así como la idea de que ver violencia en la televisión induce el comportamiento agresivo innato en las personas.
En su momento (1965) Albert Bandura demostró a través de algunos experimentos de laboratorio una relación causal directa entre el contenido violento y el comportamiento agresivo (modelo de estimulación). De ahí que su posterior modelo de las claves agresivas mantuviera la idea de que los mensajes televisivos podían sugerir que ciertas clases de personas, por ejemplo mujeres, niños o extranjeros, fueran objetivos aceptables para la agresión del mundo real, incrementando, por tanto, la probabilidad de que algunas personas reaccionaran con violencia hacia personas de estos grupos.
Tanto el modelo de las claves agresivas como el de estimulación se basan en la teoría de aprendizaje social. Esta última teoría ofreció una explicación científica para la investigación que sí demostró una disminución en la agresión después de ver violencia. Este fenómeno se explicó no por el poder catártico de la televisión sino por sus efectos inhibitorios. Es decir, si la agresión se presenta en un programa como castigada o prohibida, de hecho puede orillar a la menor probabilidad de que se modele ese comportamiento.
La teoría de aprendizaje social también introdujo el concepto de reforzamiento vicario, que es la idea de que el reforzamiento observado opera simbólica y referencialmente del mismo modo que el reforzamiento real. Es decir, ver por la televisión que castigan al personaje malo es suficiente para inhibir una agresión subsecuente por parte del televidente. Por desgracia también se descubrió que cuando se castiga a los malos, lo hacen hombres buenos que suelen emplear actitudes agresivas. La consecuencia de ello es que cuando los medios presentan el castigo a un comportamiento agresivo, están reforzando esa misma conducta negativa.
Otro concepto importante a considerar como aportación es el de incentivos ambientales, que es la noción de que los estímulos sociales pueden provocar que los televidentes ignoren el reforzamiento vicario negativo que aprendieron a relacionar con un comportamiento determinado. Esto es: al mismo tiempo que se observa y aprende, los observadores también aprenden a no hacerlo. Cuando el mundo real ofrece una recompensa suficiente, se puede demostrar el comportamiento que se aprendió originalmente.
Aunado a estos descubrimientos, los investigadores seguidores de Bandura encontraron que no necesariamente aquellas personas predispuestas a la violencia sean más influenciables por la agresión de los medios pues en cualquier momento esta disposición puede ser encendida en algún espectador. No obstante, las personas que cargan cierto grado de frustración previamente a su exposición a la violencia en los medios, pueden tener mayores probabilidades de tener un comportamiento agresivo posterior.
Después de esta rápida revisión conceptual vinculada con la interacción simbólica, la construcción simbólica social y la violencia, vuelven las preguntas obligadas que mueven este texto: ¿quiénes son los afectados por la violencia de la televisión?, ¿es posible que exista un grupo de personas que han sido afectadas indirectamente por la televisión?, ¿de qué manera se establecería hoy día dicha relación entre agresión, televisión y espectador?, la desensibilización emocional hacia la violencia por la cantidad de estímulos sociales ¿es la razón por la cual nos cuesta tanto trabajo medir y controlar?
La interacción simbólica de la violencia: maltrato Psicológico y acoso moral
Hace algunos años se desarrolló en Estados Unidos una disciplina denominada Victimología dedicada a: analizar las razones que llevan a las personas a convertirse en víctimas; cuáles fueron los proceso de victimización; las consecuencias en las víctimas; y, los derechos a los que se aspiran. En 1994, se retomó en Francia esta disciplina propia de la criminología y se empezaron a desarrollar cursos de formación y análisis para entender con ello cómo es que una personas puede conseguir destruir a otro, ya sea a través de: violencia directa, manipulación perversa, tortura moral, humillación, manipulación malévola, mentira, falta de respeto, abuso narcisista, perdida de autoestima y asesinato psíquico.
Entre los principales autores de esta tendencia teórica, psiquiátrica y terapeútica encontramos a Marie-France Hirigoyen quien ha trabajado el análisis de las secuelas psíquicas de las personas que han sido víctimas de agresiones en tres ámbitos: pareja, familia y empresa. En su área de investigación, Hirigoyen encontró un patrón conductual que clasificó como Acoso moral. Esta categoría que para Hirigoyen define un tipo psicológico enfermizo, le ha permitido entender: 1) el desplazamiento de la violencia perversa en la vida cotidiana; 2) cómo se establece la relación entre los protagonistas de la violencia; y 3) las consecuencias que tiene para la víctima.
El trabajo de Hirigoyen y el enfoque criminalístico pueden ser de gran utilidad para los que nos encontramos desarrollando investigación de los efectos de los medios de comunicación, ya que al vincularlo con la teoría de la interacción simbólica y el enfoque sistémico nos sugiere: 1) pensar en la necesidad de gestar un área de investigación denominada Victimología mediática que indague en la etiología del fenómeno; 2) retomar el patrón conductual del acosador moral y ver en qué medida la televisión cumple con este perfil de victimario; 3) desarrollar un modelo sistémico que permita entender cómo, a través de un proceso de interacción simbólica, los generadores de contenido y la televisión establecen una relación de seducción, comunicación y violencia perversa trazando con ello una iconósfera de la violencia que termina afectando de modo indirecto al telespectador; 4) entender en qué medida el contexto sociocultural, las instituciones y la construcción social simbólica establecen aparentes límites y círculos de relaciones de acoso moral; y 5) proponer una serie alternativas de axiología y responsabilidad mediática para ayudar a las víctimas del acoso mediático.
Televisión y acoso moral
En el menú casuístico de la violencia televisiva y los actos violentos registrados, podemos encontrar desde los estudios de perspectiva de la víctima hasta la simple tabulación de lesiones físicas y agresión. En su momento, fueron sujeto de análisis tanto la televisión, los contenidos televisivos, como los espectadores bajo las perspectivas teóricas de disciplinas como la psicología, la antropología, la sociología e incluso el derecho. Por nuestro interés centrado en la interacción simbólica y la construcción sígnica de la realidad, nos ha parecido interesante recontextualizar la aportación de Hirigoyen en el campo de la semiótica visual y ver si es a través de esta categoría conceptual que podemos encontrar el modus operandi del puente simbólico que se tiende entre el generador de contenido, el mensaje televisivo y el espectador. Esto pensado ya que al igual que entre las parejas, entre el contenido televisivo y el sujeto también se puede establecer una relación perversa en dos fases: seducción-manipulación perversa y violencia manifiesta.
La primera etapa sería de preparación y confianza. Siguiendo la lógica de Hirigoyen, la televisión, con sus contenidos, atrae de manera irresistible y poco a poco va corrompiendo y sobornando al espectador falseando la realidad y mostrando una serie de símbolos sugerentes de manera secreta o velada en cada una de las escenas. Esta interacción no es frontal, ya que este fluir simbólico se logra cuando capta el deseo y la admiración apoyándose en los instintos del espectador. La televisión busca por naturaleza misma de su lenguaje, fascinar sin ser descubierta. Jean Baudrillard decía que “la seducción conjura la realidad y manipula las apariencias” (citado en Hirigoyen, 1999: 80).
Entre el espectador y el mensaje se establece un ritual sígnico que bajo el efecto seductor confunde, borra los límites de la realidad, aliena, lleva a idealizar, apasiona, bloquea los defectos y desdibuja los efectos de las acciones tomadas después del consumo televisivo. Esta seducción no busca la complementariedad y fusión posterior entre medio-sujeto; sino que al igual que el seductor perverso, conduce al receptor, sin posibilidad de argumentar, a comportarse de un modo diferente a lo que haría de manera libre y voluntaria. Por ejemplo, las personas saben que la gran mayoría de las dietas chatarra que anuncian en la televisión dañan la salud, sin embargo, según reportó en su artículo L. M. Kirk, 81 por ciento de las niñas de 10 años tienen miedo a ser gordas y 42 por ciento de las pequeñas de primero a tercer grado “quieren ser más delgadas” cuando sean grandes (Hidalgo, Baran: 21) y serían capaces de practicar cualquier dieta con tal de encontrarse dentro de la “norma” cultural de esbeltez y belleza que promueve la televisión.
La seducción perversa hace creer al televidente que es libre. Sin embargo, todo es un timo, un engaño, una mentira. El sentido crítico, si se carece de una alfabetividad visual o una formación para la recepción, se anula influyendo en gran mediada en el aspecto intelectual, axiológico y moral. Cuando la televisión seduce y establece esta relación perversa, se apropia de la mente de la víctima-espectador y su dominación puede ser en tres niveles:
1. “una acción de apropiación mediante su desposeimiento personal;
2. una acción de dominación que mantiene al otro (espectador) en un estado de sumisión y dependencia;
3. Una acción de discriminación que pretende marcar al otro (al que no responde al modelo o estándar conductual propuesto)” (Hirigoyen: 81).
Esta dominación está cargada de componentes negativos pues se pierde la capacidad de resistencia, la crítica, el margen de tolerancia e insensibilidad se amplía, se adquiere una visión utilitaria, los otros son cosificados y el espectador se vuelve más dócil. La seducción perversa que establece el acosador moral no destruye de modo inmediato, la sumisión a la televisión es lenta ya que el fin es tener al espectador a su disposición mientras le sea útil. Caso típico son los anuncios de cerveza en los que no se dice directamente “tome cerveza X” sino que el mensaje que transmiten es de tipo ritual dando la impresión simbólica de que no es posible divertirse en una sociedad sin alcohol y que necesariamente las personas bellas y atractivas están vinculadas con este tipo de práctica social.
Los efectos de esta seducción se pueden percibir por un lado en los cambios de personalidad ya que la víctima televisiva empezará a manifestarse temerosa, insegura, dependiente, desequilibrada psicológica y moralmente, quejumbrosa, negativa y con una valoración personal muy baja; por otro, en cambios conductuales que tienden a la anorexia, bulimia, ortorexia, vigorexia, consumismo, hedonismo, relativismo, materialismo, violencia social, física y sicológica, así como a la automutilación, agresión y suicidio.
El proceso de seducción perverso se logra gracias a que el nivel de comunicación en el que se mueve esta televisión acosadora moralmente es en la paradoja, la mentira, el sarcasmo, la burla, el desprecio, la difamación y el engaño. Además, el tipo de acoso moral de la televisión dependerá del género explorado y su lenguaje particular: noticiarios, talk show, reality show, comedia de situación, programa infantil, juvenil, musical, deportivo o chismes de la farándula.
Prueba de esta interacción y seducción perversa tenemos algunos casos recientes. El 26 de enero de 2000, el New York Times informó el caso de Lionel Tate, un niño de 12 años que había sido declarado culpable de homicidio en primer grado por el asesinato de la niña Tiffany Eunick a quien arrojó contra una mesa un año antes (julio de 1999) emulando una sesión de lucha libre que había visto en la televisión. Ese mismo año el periódico británico The Telegraph reportó cuatro muertes más de pequeños que habían imitado violencia televisiva (Zenit, 2001).
¿Cómo es que se hace posible este desdoblamiento entre la imagen y la realidad?, ¿podemos hablar de conductas teledirigidas?, ¿en qué grado puede la televisión administrar o estimular nuestros comportamientos desordenados? Furio Colombo, en sus reflexiones sobre los efectos imprevistos de la televisión nos dice que entre lo real y lo irreal se produce una confusión, un efecto de distorsión mental ya que la trampa seductora se da cuando la televisión busca crear un puente de “valores comunes” para que así seamos protagonistas de una ficción en la que todo aparece magnificado dando la impresión de que el suceso narrado es el centro del mundo y nosotros la frontera (1983: 37-51).
Ahora bien, el terreno de confrontación mental donde ocurre esta confusión expuesta tanto por Colombo como Hirigoyen es el lenguaje, pues el dominio es posible ya que transpira a través de las insinuaciones y la manipulación. Esta comunicación perversa es indirecta y utilitaria. Alfonso López Quintás, añade que además es reduccionista y objetiviza a la persona ya que domina sus apetencias y la hace incapaz de elegir en virtud del ideal y sentido que tenía su vida. La televisión, como hemos dicho, embriaga y seduce, impide tomar distancia para percibir los riesgos. En pocas palabras, “nos quiere vencer sin convencernos” (2001).
La imagen es encantadora al grado de deformar el lenguaje, su mensaje es voluntariamente vago, impreciso y confuso. Por un lado son figuras bellas, exóticas y placenteras; por otro lado, son puntos suspensivos abiertos a la interpretación y al malentendido. La atracción de las imágenes está más en la forma que en el fondo; su dominio técnico, abstracto impresiona por su aparente erudición superficial y su dogmatismo iconográfico. Sin embargo, sus insinuaciones silenciosas que nos dicen sin decir, son falsificaciones de la verdad. La televisión se ha convertido en un perverso narcisista que niega la totalidad de las persona, se burla de todo; la ironía y sarcasmo con que establece vínculos afectivos con el espectador, en realidad son máscaras para ocultar las calumnias, mentiras y difamaciones que hace.
Esta forma astuta y oblicua de influir sobre la voluntad, termina por desestabilizar al espectador pues como dice Hirigoyen: “se burla de nuestras convicciones; nos ridiculiza en público; nos ofende delante del mundo; nos priva de cualquier posibilidad de expresión; hace guasa de nuestros puntos débiles; hace alusiones desagradables, sin llegar a aclararlas nunca; pone en tela de juicio nuestras capacidades de juicio y de decisión” (Hirigoyen: 93).
Cuando la televisión manipula nuestras acciones conductuales, ideológicas y morales, nos debilita, humilla, desquicia, desestabiliza, en pocas palabras, nos destruye.
La descalificación que produce la televisión perversa en el telespectador termina por hundirlo, pero paradójicamente la lleva a revalorizarse como el “medio de medios”.
La víctima mediática hasta el momento no es consciente de que hay violencia directa ni mucho menos indirecta. Como los niños del ejemplo citado. La manipulación en ellos fue tan sutil, subterránea y subcutánea, que jamás dieron cuenta que habían sido sometidos por un tirano que los estaba dominando a su voluntad. De ahí que los generadores de contenido de la televisión argumenten en su defensa que los culpables fueron los niños, ya que actuaron de manera libre y voluntaria y que si respondieron de manera agresiva fue por la mala educación que dieron sus padres y no por lo que vieron en la televisión.
La violencia perversa que ejerce el acosador moral, se ha vuelto, como decíamos, cada vez más indirecta, simbólica y sugestiva. Esta puede ir de la violencia contra la persona (atacando la dignidad y condición natural de hombre y mujer promoviendo la ambigüedad sexual, la homosexualidad, el machismo, el feminismo radical, el mal gusto, la degradación, la vulgaridad); contra la familia (dando golpes bajos a su institucionalidad natural, promoviendo el aborto, el divorcio, la unión libre, la promiscuidad sexual, la conciencia anticonceptiva, la esterilización, la eutanasia, el suicidio asistido); contra la fe (induciendo al fanatismo, al sectarismo, la blasfemia, el anticlericalismo, el desprecio contra las concepciones religiosas y el exclusivismo religioso); contra la convivencia filial (promoviendo la envidia, la codicia, la avidez, el resentimiento, la tensión, el odio); contra la salud (promoviendo el consumo de drogas legales e ilegales, la vida al extremo, estándares de moda y belleza que derivan en la anorexia, la bulimia, la ortorexia, la vigorexia) y contra la sociedad (el fomento de la rebeldía, los actos violentos, la hostilidad, el conflicto, la inseguridad, el racismo, el clasismo, la xenofobia, los atentados contra la autoridad, la inhibición de la justicia, la solidaridad y la búsqueda del bien común).
La violencia que ejerce la televisión como acosador moral es fría, verbal, sígnica, icónica y se construye partiendo de la denigración, la hostilidad, la señalización de condescendencia y ofensa, las amenazas indirectas (“si no tienes no eres”) y las veladas (“quien no bebe no se divierte”), el chantaje, el desplazamiento o la exclusión visual, induciendo al sufrimiento y la frustración (Hirigoyen: 101-107).
Ahora bien, ¿qué tipo de comportamientos manifestará la víctima del acoso moral? La gama de comportamientos según
La iconósfera de la violencia y la nueva significación social
¿Es la televisión un acosador solitario?, ¿es posible intentar acabar con la violencia mediática sin hacer algo en el ámbito familiar, institucional y social?, ¿hasta dónde la rutina del consumo televisivo se entremezcla con la violencia social y familiar generando lazos de complicidad simbólica?
Lorenzo Vilches nos comparte en su texto La televisión, los efectos del bien y del mal, un estudio realizado por el Surgeon General United Status Public Health Service, en el que se demuestra cómo es que la violencia social y la televisiva no pueden separarse (1993: 41); pues los valores, puntos de vista y expectativas que son emitidos a través de los contenidos televisivos son aquellos que desean difundir los generadores de contenido (productores, guionistas, dueños de canales y cadenas, jefes de información). Estos generadores de contenido, toman del ambiente social, económico, político e ideológico los conceptos base que transmiten con la intención de afectar para bien o para mal, el desarrollo de la personalidad, los procesos de socialización, las respuestas emocionales y físicas del espectador (Esquema 1, 2).
Esquema 1
Socialización axiológica
Esquema 2
Cadena de legitimación de la violencia
Así tenemos que existe una cadena de legitimación y producción de la violencia en la que intervienen los productores de valores o antivalores sociales, los generadores de contenidos, la televisión, las instituciones formales e informales, la familia y el receptor. Entre todos ellos hay interacción y afectación continua lo que da una dimensión sociopolítica-cultural-económica-institucional y mediática a la violencia. Por ello es muy importante ver que el concepto de acoso moral simbólico nos hace más amplio el concepto de afectación. Esta afirmación coincide con lo descubierto y reportado por George Gebner:
“La violencia connota una gran variedad de violaciones mentales y físicas, emociones, injusticias y transgresiones de las normas sociales y morales. En este estudio, la violencia fue definida en su estricto sentido físico como un árbitro del poder. Los analistas estaban instruidos para registrar como violenta sólo <
Este proceso es lo que en psicología se entiende por socialización, es decir, la “internalización de los valores y de las pautas de conducta de la sociedad, en la cual vive y se desarrolla el individuo, los medios de comunicación” (Pérez, 1996: 83). Todos estos agentes socializadores afectan y modifican la conducta del receptor. Lo que parecería una construcción compartida de sentido, habría que cuestionarla como una imposición, manipulación, resemantización y recomposición sintáctica y pragmática según los intereses del acosador moral.
Con ello en mente, establezco un modelo Sistémico de victimización mediática para proponer una Victimología mediática que estudie no sólo a la televisión como acosadora moral sino todo el contexto con el que interactúan las victimas televisivas para ver cómo se da la interacción simbólica axiológica, la resemantización, recomposición y refuncionalización entre todos los involucrados. (Esquema 3).
Esquema 3
Modelo sistémico de victimización mediática
Si quisiéramos generar un coeficiente de violencia mediática simbólica tendríamos que sumar la carga de interacción simbólica de violencia que recibe el receptor en el ámbito social, institucional, familiar y afectivo para dividirlo entre la suma de elementos que dan forma mediática al receptor (valores sociales del lugar de residencia, composición familiar, clase social, tiempo de vida, tiempo de exposición al medio, tipo de exposición al medio, actitud receptiva y grado de interactividad con el medio).
Esto lo podríamos esquematizar bajo la siguiente fórmula:
La carga simbólica total nos daría el ambiente de significación que el receptor tiene para la comprensión de cómo el medio integra, discrimina, media y enjuicia los valores y antivalores y produce con ellos contenidos que representan o deforman la realidad favoreciendo su desarrollo o promoviendo en él roles y representaciones éticas, antiéticas o inhumanas.
Bajo esta perspectiva, lo que se desea ejemplificar es cómo la acumulación de carga simbólica de violencia que recibe una persona a través del acoso moral por parte de todos los entornos con los que interactúa, puede manifestarse en varias modalidades:
- En lo personal:
- Física: Golpe, automutilación, anorexia, bulimia, vigorexia, ortorexia y sexual
- Psicológica: baja autoestima, tristeza, depresión, soledad, suicidio, negligencia, hostilidad
- En lo interpersonal: agresión física, agresión psicológica, humillación, racismo, segregación, acoso y abuso sexual
- En lo social: robo, vandalismo, asesinato y guerra.
Además de estas variables tenemos que todo acto de agresión, contra uno mismo, que pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para satisfacer una necesidad o presión emocional y afectiva, también es producido de manera indirecta por agentes externos como el alcohol, el cigarro, anabólicos, esteroides, consumo de medicamentes, las drogas, los deportes de alto riesgo y el exceso de velocidad; y de manera directa por la propia persona.
Victimización mediática
Si a la complejidad de esta interacción simbólica basada en el acoso moral le sumamos las desgarradoras cifras registradas por el investigador mexicano Raúl Trejo Delarbe que afirma que un joven ha visto antes de cumplir 18 años, en Estados Unidos, cerca de 200 mil actos de violencia, 16 mil de ellos asesinatos el panorama se vuelve desesperanzador. Según detalla el panorama mediático Trejo Delarbe, a lo largo de su texto, es urgente tomar cartas en el asunto:
A esto habría que anexar que desde 1969 algunos analistas ya habían demostrado que: “a) el contenido de la televisión se encuentra altamente saturado de violencia; b) los niños y los adultos dedican cada vez un mayor número de horas a ver televisión, y en concreto, pasan cada vez más tiempo viendo programas de contenido violento; c) existen evidencias de que viendo programas de contenido violento se incrementan las probabilidades de que los receptores se comporten de manera agresiva” (García Galera, 2000: 13).
De acuerdo a estos números, los niños y jóvenes del mundo están interactuando simbólicamente con tal cantidad de mensajes explícitamente violentos que podríamos afirmar que su experiencia está densamente cargada de significados y valores muy alejados de modelos y símbolos positivos de comportamiento. ¿Qué tipo de validez y uso le darán a esa información consumida?, ¿reproducirán el mismo rol de acoso moral estos niños en su entorno familiar y social?, ¿será esta cadena de experimentación simbólica de la violencia, la que está haciendo que cada vez sea menos frontal nuestro acercamiento mediático?
No cabe duda que la violencia se ha vuelto omnipresente. Al ser prácticamente un hilo argumental de la existencia de todo joven, pareciera que día a día va borrando las gradaciones morales de las siguientes generaciones. El relato existencial de los niños está fracturado y puntuado por una mediación carnicera y deshumanizada. Nietzsche decía: “El mundo verdadero, al final, se ha convertido en fábula” (citado en Pérez: 83). Una fábula del mundo que magnifica la violencia, la delincuencia, el narcotráfico, el terrorismo, las acciones criminales, haciendo apología de lo perverso y espectacularización de la ilegalidad. “Y lo más curioso de esta nueva forma de espectáculo es su efecto sobre la constitución misma de lo real. Trasladado al medio televisivo, lo real se desveliza y se convierte en una simulación virtual que, como ha transformado radicalmente nuestro modo de ver y de estar en el mundo, no por ello deja de ser real. El medio produce una nueva forma de realidad y por eso mismo, suscita una nueva manera de relacionarnos con ella” (Lynch: 68).
El espacio imaginario en el que solía habitar (la televisión) ya no es el territorio de batalla ni nuestro cuerpo la frontera; la regla del enfrentamiento es que ya no hay regla. El código se ha violentado, ya no hay violencia en estado natural, cada vez es más abstracta, autosuficiente a tal grado de que no nos lleva a pensar en nada. Tal es el exceso y tan profunda es la trampa que “imagen y violencia ahora son sinónimos” (Mongin, 1999: 33).
Nos hemos instalado a tal grado en la violencia que los porcentajes por muerte violenta y sus números no sorprenden; pensar tan sólo que en promedio en los últimos 13 años la media es de 11 por ciento de muertes violentas con relación al total de defunciones del país y que el porcentaje correspondiente a suicidios se ha duplicado en un lapso menor a 10 años, registrándose anualmente una cantidad promedio de 3,200 en
Sin lugar a dudas, la violencia es un grave problema de salud pública ya que va más allá de las simples agresiones y lesiones; estamos hablando de un atentado, de un proceso de autodestrucción de la especie humana.
El círculo de la violencia hoy se ha vuelto un remolino que se está apoderando de la sociedad entera, su exceso de acumulación y simulacro es aplastante. La violencia ya no se muestra únicamente, también se recicla (violencia urbana, mediática, médica, bélica, de banda, entre países, por droga, sexual, comunitaria, interracial, cultural, contra uno mismo, contra los demás); por ello cuesta interrumpir ese flujo que nos mueve a la animalidad y la bestialidad de manera enloquecida, ilimitada e imprecisa.
Enrique Lynch explora esta tensión entre los valores y el reciclaje visual que nos conduce a un plebeyismo axiológico cuando dice: La televisión “hace funcionar los valores en boga y los apuntala de manera edificante. Si se procura sacar un mensaje televisivo a partir de estos géneros que retratan nuestros modelos de vida, el resultado no puede ser más frustrante: el mensaje de la televisión reproduce con toda precisión los códigos y los valores vigentes que se sintetizan en las preferencias y las aversiones de las grandes masas. La televisión se caracteriza por no arriesgar jamás ningún juicio crítico o excéntrico” (122)
Esta economía de la violencia marca totalmente nuestra experiencia, reconocimiento y vínculo con el mundo y más porque es gratuita, incontrolable y porque invertir en ella nos ha llevado a constituir un Nuevo Orden Mundial.
Olivier Mongin se pregunta ante este fenómeno: “¿la violencia de las imágenes puede remitir a una experiencia, a la experiencia de la violencia tal como la sentimos y no a una nueva manera de desembarazarse utópicamente de ella? Hay una diferencia evidente entre una violencia desenfrenada que contribuye a la insensibilización y las imágenes que remiten a la experiencia de la violencia. ¿Han renunciado las imágenes a mostrar la experiencia, ha asesinado lo visual a la imagen en sí, prohibiéndole mostrar otra cosa?” (Mongin: 133)
Porcentaje de muertes violentas. 1990-2003
Cuadro 3
Porcentaje de muertes por suicidio. 1990-2003
La sintaxis de la violencia no permite alejamiento alguno como para aprender a manejarnos entre ella. El encanto seductor que guarda su acoso es tan natural, aparentemente no construida, que se ve con indiferencia. Así se filtra en la vida del espectador como si fuese un espectáculo indoloro. La presión psicológica que provoca en el espectador es tal que autoinducir la violencia se vuelve un efecto catártico para algunos y así la imitan, como un espectáculo. Basta ver la especialización por razones y la metodología empleada en los suicidios para ver cómo también la autoagresión es parte de esa experiencia ritual, no es gratuito que los porcentajes más altos correspondan a detonadores amorosos y disgustos (Cuadro 4) como si el suicida repitiera con su acto una y otra vez las imágenes de crímenes y las escenas de dolor que a él lo marcaron. La víctima del acoso moral mediático social es en sí mismo, cuando aplica la violencia, parte del espectáculo mediático. Él también será la “nota”. Espectador, víctima, actor, pero jamás sujeto que pueda esquivar la pantalla.
La espiral de la violencia, nos dice Mongin:
“queda tal vez provisionalmente cerrada: primero, la sobrecarga del espectáculo de la violencia es una manera de alejarla, como si el rechazo o el temor que pueda tenérsele diera lugar a una adoración salvaje que se traduce en una permanente traducción en imágenes; segundo, la obsesión del paso a la acción que muestran los psicópatas de la pantalla traduce el terror que produce la violencia cuando está en todas y en ninguna parte, semejante a un pulpo invisible; tercero, la violencia de la pantalla, lejos de ser una ficción, corresponde a un dispositivo de la violencia que no puede sino alimentar otros miedos y generar así una ilusión que consiste en creer que uno puede desembarazarse de la violencia devorando historias, que se finge creer que no nos cierne. Como si el mundo estuviera finalmente protegido contra el mal. Como si el mal solo tuviera lugar en la pantalla” (1999: 136).
Cuadro 4
Muertes por causa de suicidio. 1990-2003
La semántica de la pantalla, el jardín de la mirada
Como hemos podido ver, el problema de la violencia televisiva y social no sólo tiene que ver con la cantidad, la frecuencia o su tipo de expresión; sino también con el tipo de receptor ya que en los múltiples estudios que se han realizado se ha visto que la concepción y naturaleza de lo que es o no violento puede cambiar entre las personas. Este relativismo perceptivo está determinado por múltiples factores como: ambiente familiar del que proviene el receptor, tipo de educación recibida, formación moral, jerarquía personal de valores, modos de interacción y socialización simbólica, proximidad con el medio, grado de acoso moral que ejerce el medio, frecuencia de exposición mediática, proporción o cantidad de violencia directa, indirecta, simbólica, gráfica, divertida, justificada o recompensada percibida, “tipo de programa del cual procedía la escena, tipo de instrumento utilizado para la violencia, medio físico en donde transcurre la acción, gravedad de los daños observables causados” (García Galera, 2000: 25).
En términos de teoría de la recepción e interacción simbólica tenemos con ello que cada receptor puede identificar distintos tipos de significantes y por ende de significados dependiendo de múltiples variables; y, que la interpretación de la violencia no siempre tiene que coincidir entre ellos y mucho menos con las categorías de violencia en la que la queremos encasillar.
También valdría la pena indagar dentro de este sistema de dependencias que se establece entre televisión-receptor ¿quién busca a quién?, ¿una televisión perversa a sujetos fácilmente acosables?, o ¿sujetos agresivos que buscan una televisión simbólicamente cargada de violencia para ejercer una catarsis, alienación o proyección?
Con ello parecería que los intentos por identificar y clasificar la violencia son acciones absurdas. No obstante a la magnitud de las variables que debemos contemplar, una revisión sistémica que se abra al mayor número de elementos a registrar, que considere todos los sistemas y subsistemas ligados, los roles y protagonistas, formas de expresión, intencionalidad y consecuencias, nos ayudará no tanto a genera una definición universal ni tipológica de la violencia, sino más bien a dimensionar los campos donde debemos trabajar para erradicarla. Mucho se ha avanzado en tratar de establecer el perfil de la violencia, su extensión y naturaleza; quizá donde más debemos profundizar es en los sistemas de resolución y evaluación de cada propuesta.
Axiología y responsabilidad mediática
Ya sea de manera directa o indirecta, sublimada o reciclada, central o periférica, explícita o implícita, denotativa o connotativa, tolerable o intolerable, medida o instalada, las preguntas éticas sigue siendo: ¿podemos mostrarlo todo?, ¿qué debemos hacer con la violencia?, ¿cómo romper el círculo de la violencia y el acoso moral televisivo?, ¿cómo acabar con su funcionalidad y maltrato psicológico?, ¿cómo evitar que se convierta en una pandemia mediática?, ¿hasta cuándo debemos permitir que este abuso viole la dignidad de la persona y sus valores?, ¿es posible calcular todo el daño moral, físico, espiritual, intelectual y emocional que produce el acoso moral mediático?. ¿quiénes deben asumir la responsabilidad al respecto?
Si retomamos nuestro modelo sistémico, a manera de propuesta, habría que decir que es responsabilidad de todos insistir en la promoción de la veracidad, la libertad y la justicia, como principios claves de la comunicación para dotarla nuevamente de sentido personal y colectivo y así defender y promover el bien común. Para ello sería importante primero contrarrestar culturalmente la moral permisiva que orienta a las personas a buscar la satisfacción individual a cualquier precio. “Un nihilismo moral de la desesperación se añade a ello que acaba haciendo del placer la sola felicidad accesible a la persona humana” (Foley, 1989).
En segunda instancia revisar críticamente qué implica el derecho a la libertad de opinión, expresión y difusión y hasta dónde su relación con el derecho a la libertad de pensamiento le obliga y permite dañar a la persona. Un uso responsable de la libertad de expresión e intercambio de información debe siempre salvaguardar el derecho de todos los individuos, las familias y la sociedad; protegiendo, nunca destruyendo los valores fundamentales de la vida social, cultura y emocional de las personas.
Todos los que toman parte de la vida social tienen deberes y obligaciones mediáticas como el respeto al otro, la pluralidad y la tolerancia, pero sobre todo, con la dignidad de la persona. Toda persona puede y debe contribuir al bien común y al desarrollo integral del hombre.
En el Esquema 4 podrán ver como propuesta un modelo de axiología mediática en el que se plantea un sistema de responsabilidades éticas que bien podría servir para involucrar a todos los responsables en la formación de la conciencia moral del receptor.
Esquema 4
Fórmula de equidad axiológica
A manera de propuesta se recomienda: 1) que los responsables de los medios cuenten con códigos de ética, tanto normativos en la conducta moral que desean promover entre sus equipos creativos y legalistas para que las prácticas informativas se encuentren en un marco democrático de derecho que busque el bien común, promoviendo con ambas visiones que nazca de ellos la autorregulación y, en un marco de libertad y autonomía, sea cada persona la que asuma su responsabilidad creativa; 2) de igual forma, se propone que los generadores de contenido, cuenten con una formación ética y guías para el correcto tratamiento de los principales temas para que gocen de cierta alfabetización ética para los medios y conozcan el tipo de afectación que tiene el mal manejo del lenguaje y evitar con ello convertirse en manipuladores, deformadores de la información o acosadores morales; 3) educar a la familia, a los maestros y miembros de otras instituciones formativas en el uso pedagógico y axiológico de los medios, para que además de gozar con cierta alfabetización puedan hacer un uso positivo de los recursos mediáticos; y 3) contemplando a los receptores es fundamental orientarlos en la decodificación mediática tanto a nivel de producción como a nivel moral y hacer de ellos receptores críticos.
El trabajo para erradicar la violencia mediática como social es de todos los involucrados (familia, escuela, instituciones, gobierno, medios de comunicación, creativos, publicistas, anunciantes). La educación, la autodisciplina y el autocontrol basado en el respeto a la persona y el bien común son la única clave para garantizar la unidad y el desarrollo social. En la medida que se cuente con un marco legal que proteja los intereses de la familia, el bien común, la juventud y la niñez; en la medida que exista la convicción moral –por parte de los generadores de contenido- para servir a la sociedad con respeto y rigurosidad; en la medida que los dueños de los canales televisivos promuevan prácticas éticas y eviten la telebasura, la conquista de la audiencia a toda costa, el vedetismo, la mitificación del escándalo, la promoción de intereses particulares, el amarillismo y la invasión de la intimidad; en la medida que el público receptor exprese su individualidad, se eduque, se haga crítico y haga que se escuche su voz cuando algo atenta contra su persona y dignidad; en la medida que los educadores promuevan valores éticos, sociales, culturales y mediáticos contrarrestarán las fuerzas negativas y manipuladoras, ayudando a que los desprotegidos rechacen la mentalidad consumista, conformista, facilista, hedonista y deshumanizante que ha deformado las bondades naturales de la televisión como un medio que bien podría fomentar el diálogo entre las personas, facilitar la participación social y el acceso al concomimiento, la sabiduría y la belleza.
La televisión ni las mismas instituciones sociales están obligas a seguir reproduciendo el modelo de acosador moral ni fomentando cosmovisiones reducidas, ni antiéticas que concluyan en la autodestrucción, las prácticas violentas ni el suicidio.
Si entre todos logramos romper el círculo de la violencia, pronto podremos gozar de una televisión educativa, recreativa y formativa que dote nuevamente de significados la vida; cuya interacción simbólica favorezca la creación de identidades, sirva al desarrollo de las personas, resuelva necesidades familiares, oriente el actuar social, promueva la libertad, la responsabilidad, la solidaridad, la justicia y la búsqueda de la verdad. En ese momento, regresará al hombre la mirada. Una visión que jamás debió apartarse de su lado.
Conclusiones
Ante el círculo de la violencia nos hemos vuelto devoradores de manipuladoras representaciones simbólicas e imágenes que derivan en la ausencia total de sentido. La experiencia de la mirada se ha relegado a la absorción de patrones sugestivos opresores que orillan al receptor a un encerrarse en sí mismo, para que éste termine inventándose un mundo en el que el hedonismo se mimetiza con la “realización personal”.
El sistema de relaciones sociales y mediático que se estableció a lo largo del texto es el que plantea cómo la televisión y el entorno social reproducen un patrón de acoso moral en el que el receptor es confundido, agredido y maltratado psicológicamente por sistemas de mediaciones poco éticas. Las preguntas planteadas y que van diseccionando nuestro análisis nos llevan a concluir que:
1) los medios, la familia, la escuela y las demás instituciones, en el proceso de socialización le ofrecen al individuo significados emitidos por representaciones simbólicas mediatizadas en forma de valores, actitudes, formas de pensar y creer;
2) la experiencia de la realidad se ha vuelto una elaboración social continua determinada por los significantes culturales recibidos en la interacción simbólica con todos los agentes generadores de contenido;
3) es tal el intercambio y negociación simbólica que podríamos hablar de la configuración de una civilización signocrática;
4) desgraciadamente esta civilización se ha circunscrito dentro de una iconósfera violenta;
5) dicha violencia directa, indirecta, abstracta, real o simbólica está muy presente en muchos de los contenidos actuales de la comunicación televisiva;
6) en los últimos años el nivel de penetración de la televisión es tal, que su nivel de impacto y credibilidad, entre los mexicanos, representa el mayor porcentaje de aprendizaje social de un individuo;
7) si este aprendizaje ha reforzado incentivos ambientales negativos y violentos, ha empezado a reproducir el papel de acosador moral;
8) el rol de acoso moral que han llegado a representar algunos programas televisivos violentos puede terminar manipulando, torturando, humillando, mintiendo, faltando el respeto y asesinando psicológica y moralmente al receptor;
9) los mecanismos de acción de esta televisión acosadora se dan a través de la seducción, la fascinación, la manipulación, la mentira, la paradoja, el sarcasmo, la burla, el desprecio, la difamación y la ritualización sígnica, produciendo como efectos la confusión, el borrar los límites de la realidad, la alienación, la idealización, el apasionamiento y el desdibujar los efectos y consecuencias de las acciones;
10) la seducción perversa y el acoso moral que establece la televisión hacia el receptor le hacen creer que es libre en sus decisiones sin dar cuenta que están ejerciendo una dominación que lo llevan a un desposeimiento personal, sumisión, dependencia o discriminación;
11) las manifestaciones de este acoso se ven reflejadas en el receptor en dos áreas: a) desequilibrio psicológico y moral, quejas, temor, inseguridad, baja valoración y, b) cambios conductuales como anorexia, bulimia, ortorexia, vigorexia, consumismo, hedonismo, relativismo, materialismo, violencia social, física, psicológica, automutilación, agresión y suicidio;
12) la violencia perversa de la televisión se ha hecho cada vez más simbólica, indirecta y sugestiva, en sus respectivos casos puede ser contra la persona, la familia, la fe, la convivencia filia, la salud y la sociedad;
13) la televisión no es el único sistema de mediación simbólica que reproduce el patrón de acosador moral, también lo pueden ser la familia, la escuela y las otras instituciones formadoras de la personalidad al momento de legitimar y producir violencia;
14) esta cadena de interacciones produce una resemantización, recomposición y refuncionalización entre todos los involucrados que deriva en una victimización denominada aquí mediática;
15) el ambiente de significación violento podría ser contrarrestado generando cadenas de interacción simbólica éticas y sistemas de responsabilidades;
16) los sistemas de responsabilidad consistirían en: a) una legislación ética y mediática, b) códigos éticos normativos, c) formación ética y guías de contenido para que los generadores de contenido asuman su responsabilidad creativa, d) proveer de educación para la comunicación en la familia y la escuela; e) ultralfabetizar para los medios a los comunicadores; f) desarrollar talleres de recepción crítica y educación para la recepción; g) fomentar la responsabilidad receptiva.
Con todo ello queremos plantear la necesidad de crear un área de la comunicación que se especialice en la victimización mediática y pueda estudiar y plantear soluciones para todos los tipos de afectaciones violentas que se dan en la interacción y recepción simbólica. Es un hecho que no podemos cerrar los ojos ante el abuso mediático en el que hemos caído; asumir responsabilidades significa querer evitar que la mirada pase a ser una especie en peligro de extinción y vuelva a ser signo transparente de composición accionaria y dé sentido en la vida de cada persona.
La televisión como todos los medios debe estar al servicio de la persona, usando todo su potencial para promover sanos valores humanos, familiares y sociales. Es vital que quienes trabajan en ella asuman una ética de la convicción y de la responsabilidad de la información que están mediando. Así mismo, los receptores tienen también la obligación de formar su conciencia y ser receptores responsables y críticos. Ya lo decía Roger Silverstone: “los medios están ahora en el centro de la experiencia, en el corazón de nuestra capacidad o incapacidad para encontrarle un sentido al mundo en que vivimos y esa es justo la razón por la que debemos” dominarlos (citado en Buckingham, 2005: 23). La secuencialidad de la violencia simbólica, mediática y social, sólo podrá erradicarse cuando la dignidad de la persona sea el centro de la acción comunicativa y así, como concluyó Juan Pablo II en su mensaje para
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[1] Comunicólogo por
[2] El autor agradece el valioso apoyo brindado por Tere Mansur en la elaboración de esta investigación.
Publicadas por Jorge Alberto Hidalgo Toledo a la/s 7:49 p.m. 0 comentarios
Etiquetas: acoso moral, Televisión, violencia